PETER PAN ESTÁ MUERTO
¿Cuándo supiste que Peter Pan estaba muerto?
Siempre lo supe.
La única manera de no crecer
es morir.
La única manera de que te recuerden y te amen
como a un niño eterno
(como a ese hermano mayor idealizado
que se accidentó patinando sobre hielo
y no alcanzó a cumplir los catorce)
es morir.
La única manera de no mancharse las manos
y el corazón
con el hollín de la vida
es morir prematuramente.
Conservando intacto
el dulce cosquilleo de la infancia.
¿Y qué quería con los chicos Darling?
No sé.
Quizás quería mostrarles cómo era
ser eternos en una estrella
antes de que el dolor
los tocara con sus largos dedos húmedos.
Quizás quería que tuvieran
la oportunidad de elegir
entre un adiós temprano
o una vida que decantaría en la soledad
o el tedio.
Quizás Peter Pan nos visitó a todos,
alguna vez,
y no lo recordamos
porque elegimos vivir.
Porque elegimos quedarnos sin estrella
y estrellar el cuerpo contra la insistencia
de los almanaques.
Quizás era ese amigo invisible
con el que teníamos largas charlas
a la hora en que las muñecas tomaban el té.
Claro que vivir
tiene sus cosas buenas.
Claro que crecer trae amor, y deseo,
y todas esas pequeñas flores de orgullo
que nos prendemos, victoriosos,
en las solapas del cuerpo.
Claro que vivir
también es una aventura.
Pero a veces me pregunto cómo sería
tener ocho años limpios
en la segunda estrella a la derecha.
LAS RECITADORAS
Bicho colorado mató a su mujer
con un cuchillito de punta alfiler.
Le sacó las tripas, las puso a vender:
"A veinte, a veinte,
las tripas calientes
de mi mujer"
Rima infantil anónima
Lo recitábamos
con una naturalidad que espanta:
“Bicho Colorado mató a su mujer…”
Yo me preguntaba cómo un bicho colorado
(que era, para mí, una florcita silvestre,
un remedo diminuto de margarita
que te dejaba la mano picando si la tocabas)
podía tener mujer.
Pero nunca se me ocurrió
preguntarme por el crimen:
a nadie le importaba demasiado
la mujer de Bicho Colorado;
el algo habrá hecho también nos daba la mano
cuando jugábamos a la ronda.
“Bicho Colorado mató a su mujer…”
Lo repito y un cuchillito de punta alfiler
sube por mi columna vertebral
como una arañita de metal rabioso.
Se clava en cualquier momento.
Y no.
Lo recitábamos
con una naturalidad que espanta:
“Bicho Colorado mató a su mujer…”
Nos programábamos
para aceptar lo inaceptable.
Para naturalizar el horror.
Desprogramarnos a puro grito,
a puro mirarnos, palparnos, sentirnos
nos toca hoy a las recitadoras.
Nos toca una ronda que pregone
que la mujer de bicho colorado
era una de las nuestras.
EL MAR POR ÚLTIMA VEZ
En diciembre de 1975
vi el mar por última vez
con ojos de niña.
De la mano de papá y mamá, vi el mar.
Y el mar fue un grito azul
que me inundó la garganta.
Un grito de alegría
(y algo de miedo también,
en blanco y negro la chica desnuda y el tiburón,
en blanco y negro el juramento de que nunca, nunca, nunca,
iba a meterme al mar desnuda).
Después, papá soltándome la mano.
El mar escapándose,
escurriéndose entre las grietas del recuerdo,
¿cómo era ese azul,
cómo era ese grito,
cómo era dormirse sin saber que el miedo
no eran la chica desnuda y el tiburón,
porque la muerte estaba en mi casa
y lo había mordido a él que tenía los pies secos?
Después, las tarjetas postales de las amigas
a mediados de enero:
puestas de sol y gaviotas,
sombrillas de colores.
Alfajores Havanna que traían los tíos
y alguna chuchería comprada en la feria de artesanos
o en los negocios del puerto
(cositas horribles que cambiaban de color según el tiempo
y no quedaban bien en ninguna repisa).
Y yo tratando de hacer pie en ese azul
cada vez más lejano,
en ese grito de la mano de papá y mamá,
tratando de hacer pie para no ahogarme
en una casa seca donde la chica desnuda y el tiburón
se dormían abrazados
a mis temblores de huérfana
y el verano,
con su insistente olor a sol y a flores aturdidas,
se parecía tanto, tanto a la muerte.
Raquel Fernández
Nació en Avellaneda, en 1967. Recibió más de cien premios nacionales por su actividad poética, otorgados por prestigiosas instituciones. A estos logros se le suman otros obtenidos en España, EEUU, Italia, Chile y Perú. Es autora de los poemarios “Ojos que miran el cielo”, “Revelaciones”, “Todos los hombres que me amaron”, “Hermano”, “La antigua enfermedad del otoño”, “Cierta condición nocturna”, “Como nosotros”, “Once upon a time”, “Interrumpidas”, “Pretty in Pink”, “Goodbye, Norma Jeane”, “Un rayo a tiempo” y “Enaguas de encaje rotas”. En 2015 fue nombrada Personalidad Destacada de la Ciudad de Avellaneda por el Honorable Concejo Deliberante de dicha ciudad. En 2019 recibió una distinción como Vecina Destacada por el su aporte cultural a la ciudad de Avellaneda otorgada por la Secretaria de Cultura, Educación y Promoción de las Artes del municipio.