What sounds are those, Helvellyn, that are heard?
WILLIAM WORDSWORTH
1
¿Qué son, Dylan, esos sonidos que se oyen
desde el blanco bosque
de tu boca de agua?
¿Qué cal ardiente alimentaste
en tu ciudad de tiempo
ya vacía?
¿Qué piedra arrojó por ti
el grito de ese Heredes de paja y sal
que estremeció tu sangre?
¿Qué santo a punto de caer
ya se desploma entre las vetas cálidas
que desgarran tu herida?
En dirección al mar,
bajo la luz del búho,
está mi vida imaginada
por el poder de un muerto,
precario príncipe a orillas de este cielo,
que me permite hablar al fuego del guerrero,
poder decir mi sombra en la ebriedad del agua
donde nombrar la luz es dibujar la noche,
abrir el cáliz a la razón del alba.
Aquí la muerte mantiene su dominio,
donde alguien, acaso un dios
esclavo de la lluvia,
un olvidado monarca de las cosas,
se abre ávido al silencio de la sangre
en el vértigo y el miedo de la noche
para decir que va, que arde profundo
en las copas de polvo que gotean su sed en el vacío.
Esta es la hora en que conozco
la parte rota de mi historia,
fragmento cincelado sobre la fría noche del suicida.
Tiene mi cuerpo una oración enferma,
una historia cavada a golpe de la tierra.
Tiene mi cuerpo una oración perdida
bajo la sombra que mendigan los perros y los niños.
Tiene mi vida un festín de cardos
en el sueño de su calavera
y una imagen ciega que se recuesta
honda e invencible
en la memoria estéril de los días.
Tengo por ojos dos jardines y por boca
un sol que anuncia la lumbre en la marea.
El campo de mi infancia es ahora
un lugar redondo donde mi corazón
palpita con la sangre de los cerros.
No tengo ya otra luz que la del río
que se aleja hacia el cielo de mis años
bajo el sol
que en la cresta del tiempo resurgiera.
No guardo otra razón sino cantarle
al último Odiseo de los campos, niño feliz
y desbocado como caballo ciego en la pradera.
Vivo a la orilla de los truenos,
donde comer un trozo de pan
es despojar del aire conyugal a las hormigas,
donde decir no tengo nada
es lamer la copa de los valles procelosos,
la memorable ciénega del miedo.
Tengo aquí lo que antes era una muerte sin mí,
una vida honda sin nadie que me diera aire,
cielo, sol o el ímpetu de estar en una sola forma,
abierta claridad inigualable, donde retumba
mi pobre corazón de pez errante entre los hombres
para elogiar el rostro de la lluvia
y la cara recién parida de la tierra.
Aquí se grita amor por decir pobre y se repite
el eco de las piedras y del polvo hasta arrancar
el cielo de los pájaros al día.
Aquí vivir es estar separado de los hombres
tallados en las rocas apacibles
de la mentira y de la carne.
Aquí se dice voz y responde el viento en plena huida,
se dice paz y de una fuente brota aquel rocío escarlata
que oscureció al infeliz nacido en este seco suelo
poblado de lombrices y gente misteriosa
que habla con las piedras
y guarda entre las tumbas
la feliz quietud de sus secretos,
la sintonía exacta de su sangre.
Es una tierra sin color ya desgastada y sin embargo
hay una rana cálida que croa entre los tragos de refresco
en el aliento de los hombres que sudan sus recuerdos,
de los nudos de la ropa que cuelgan las muchachas
y de los niños que se pierden en el polvo
de las bolsas del mandado.
Es una tierra sin piedad donde los hombres cantan
a la razón del alba y las gallinas picotean las nubes
cómplices del bullicio de una tarde.
Aquí la piel de un árbol se bendice
y es la lluvia un despertar para los patos
y es el aire aquel chillido de verdad,
para los papalotes rojos,
en el festín de ser hombre entre los hombres
que siguen a la vida
en la colina pulcra o en la caverna oscura,
acaso siempre donde ella esté,
donde ella diga.
María Baranda
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