domingo, 2 de septiembre de 2012

Alfonso Solá González






















Cantos a la noche


Erraba yo por la ciudad oscura,
por calles y por rostros caídos a esa sombra
desde la vida o desde las estrellas;
erraba, viejo soñador, castigado
por la belleza que el amor del hombre no alcanza a conocer
y sabiendo
que el ensueño es vano y alejado como una música
detrás de una puerta que nadie abrirá nunca;
sabiendo
que antes que yo y los sueños de mi vida
rieron las hermosas muchachas
y por entonces amaron
y cantaba el ruiseñor y yo no era el amante;
sabiendo
que cuando yo no esté
otras muchachas buscarán mí rostro en el río de los sueños,
que Eurídice volverá de otros infiernos
con los ojos cubiertos por las aguas y la sombra
para escuchar la vieja melodía de Orfeo
y yo no seré nadie en esa música;
sabiendo
que amar es estar perdido
siempre, siempre, siempre desterrado
en un lento palacio.
Y así erraba yo y alcé los ojos, ¡noche!
para mirar tu gran viento quemado,
oh noche, madre inmensa
tendida en los callados arenales de ébano,
y sentí que la tristeza de amar en este mundo
sólo una fuente,
sólo el canto de un pájaro, sólo una gota de sangre,
no descendía de tu imperio ni de tu gran piedad
sino que aquí crecía,
en el jardín terrestre
donde los hombres y la luz combaten
entre ramas de mármol y pantanos.
Y así pensé en los dioses
que tú nutriste con tus ubres consteladas,
desdichadas criaturas hermosas en su fuego de piedra,
con sus coronas de carbón celeste,
con sus cabelleras de agua dulcemente tejida
para las abejas enloquecidas de amor;
pensé en los dioses de vellosos ijares ardientes
prisioneros de una garza del aire,
de una mejilla pastoral;
los bellos dioses que resplandecieron en la vastedad
y en la arena que flota sobre el mar, y en el viento
que sopla en los cóncavos espacios;
los dioses anteriores
que crearon la alabanza y la tragedia
y los himnos que azotan la tierra y la devastan
con sus carros de hierro.
Pensé en los dioses hijos de tu amor, oh noche,
de tus majestuosos racimos genitales.
Pensé en los dioses
y no pude llorar por su insigne desgracia.
Perdidos en tu reino
se extinguieron como leños sagrados,
como ricas cenizas en el vasto
calor de la rosa lejana.
Pero nosotros
pálidas criaturas,
pájaros de pelo delgado y frío,
animales de fina calavera
delicada como pétalos de nácar,
nosotros
herederos de la gran soledad, escombros del espacio
enterrado en tu gran vientre solemne,
nosotros, soñadores, hijos de la mujer,
engendrados en su luna caída,
nutrimos nuestros sueños con infieles palabras
que el diluvio arrastró como un bosque de arpas
y quisimos poblar la antigua soledad donde arde
la médula brillante del vacío
donde alimentas, ¡vieja loba nevada!
la vasta creación.




II


En el mes de septiembre el hemisferio austral ve llegar la
engañosa primavera con su espejo de almendra.

(¡Ofelia, Ofelia, olvida tu canción!)

Cantando nos perdemos en la oscura ciudad entre los
hombres y las muchachas renacidos en el brillante pavor
de sus cálidos cuerpos, y los amantes queman la rosa del
amor junto al mar que golpea sus sienes inocentes.

(En Dakar es de noche.
Caminamos por la pista del aeropuerto,
viajeros hacia París o Londres,
indiferentes, sensatos, silenciosos
junto al ángel de plata que ha cruzado el mar.

Negros insomnes tallados como ídolos
en el azúcar caliente de la noche.
Solo. Cambiando dinero en el bar de otro continente
sin preguntar por ti. Lejos
de nuestros países agrupados
en torno de las frutas.
solo en la noche tórrida de espumas calcinadas
solo, como el nácar celeste de una vena
quemada por el aliento de ángeles impuros.
Solo en la noche de Dakar,
perdido en el plumaje de un pájaro de llama negra,
en la voz de los viajeros desconocidos,
en el ruido del mar que se levanta resonando
como un trueno de luto.
Solo, lejos de ti,
lejos de las maderas unidas de nuestra casa,
de una pesada pluma de piedra junto al cielo
en Mendoza.
Solo, lejos,
en otra noche estoy).

En el mes de septiembre en nuestras tierras del oeste
reverdecen las viñas
y vienen desde lejos apasionadas noches
en los carros espumosos del agua.

Tú cantas y te pierdes en la oscura ciudad,
sonriendo, mi amor,
sollozando, mi amor,
y buscas el jardín adorado que cuelga
de las llaves del cielo.
El racimo solar cae sobre estos montes
y te golpea el pecho con su piedra de miel.
Como desde lo hondo de un rostro
sepultado en arcones de polvo,
has contemplado el sueño vano de la juventud.
Ahora ya es de noche y duermen los amantes
eternamente separados
en cada sueño,
en cada
latido que gotea una arena distinta.
El desvelado, ausente de un reino,
de una ciénaga de rosas
regresa a la ciudad cuando desciende
sobre la inmensa sombra
la lanza solitaria de la luna.




III


Erraba yo, y vanamente preguntaba.
Llamo a esta puerta iluminada donde
un hombre ha derramado su lámpara de vino;
llamo a esta ventana que han cerrado
para que yo no llame. Este es el resplandor
atroz de la taberna de los pobres
inundada por un río pesado donde flotan
pájaros del diluvio.
Esta es la mirada del ídolo cubierto
de pálidos cabellos tejidos por la muerte,
el ídolo que roe las maderas
podridas de la noche y sonríe en los vastos espacios.
(¿O pensé acaso en el ruiseñor que cantó en aquel granado?)
Preguntaba yo, y allí estaba mi padre
que no dormía en la alta noche velando por el hijo
perdido en la violencia y el canto de las rosas.
Y pregunté qué era esa respiración mortal
y vi un jardín de aire enloquecido
que un gran pájaro bebe solitariamente.
Y sólo el amor paseaba
Con su espejo bordado de hiedra roja y viento.

Alcé entonces los ojos, y también más allá
donde no estás, donde se pierde
inútilmente el hierro de los hombres,
vi el león majestuoso de los astros
alzándose despacio en las arenas
sagradas de la música.



Alfonso Solá González
De “Cantos a la noche” - Editorial de Entre Ríos, Col. Homenajes, Paraná, 1992)

Nació en Paraná, provincia de Entre  Ríos, en 1917.   Egresó como profesor de Castellano y Literatura. Falleció en el año 1975 en la Pcia. de Mendoza.

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Poesía del Mondongo

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